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A los veintidós años, recién terminada la universidad y con la carta de aceptación para estudiar la maestría en el extranjero, me encontré con algunos meses de desocupada transición. Viendo la imposibilidad de conseguir un trabajo de menos de seis meses, mis papás se dejaron convencer de pagarme clases para mejorar mi conversación en francés. A cambio, trabajaría para mi mamá elaborando el diseño y publicidad para su recién inaugurado jardín de niños. Al mismo tiempo, un amigo decidió echar a andar un proyecto de ayuda a adolescentes de escasos recursos que habían desertado la escuela. La idea era enseñarles un oficio, así que inició un taller de papel reciclado para que aprendieran a hacer cuadernos artesanales. La misión, además de filantrópica, era ecológica y de bajo costo. Pensando en la posibilidad de que los muchachos formaran un negocio y estando al tanto de mi sobrado tiempo libre, mi amigo me pidió que les diera algunas lecciones básicas de contabilidad.

Una mañana me presenté en el alberge en donde establecieron el taller. Me llevaron al salón improvisado donde supuse que anteriormente había sido un gallinero o, quizá, una jaula para tender, y en el cual a falta de paredes la brisa entraba libremente para refrescarnos. La falta de techo tampoco fue un problema, un gigantesco árbol de raíces que emergían de la tierra nos cubría del sol. Había una mesa, unas cuantas sillas y un pizarrón portátil. Mi amigo me presentó a tres chicos de entre trece y quince años que ignoraron el mobiliario y se acomodaron en una barda de piedra.

En ese primer encuentro yo llevaba la engreída convicción de que podría darles a estos niños una herramienta que cambiaría su vida. De manera simplificada les expliqué cómo organizar en un cuaderno la cifra del dinero que gastarían para el material, el que recibirían de las ventas, y el total. Los chicos entendieron la teoría, pero al intentar hacer el primer ejercicio caí en la cuenta de que ninguno sabía sumar o restar números de más de dos dígitos y cometían errores al leer cantidades de tres ceros o más. Empecé entonces con nociones básicas de matemáticas y cuando comenzábamos a memorizar las tablas de multiplicar mi semestre terminó. Salí de esa experiencia con un grado menos de ingenuidad y arrogancia, donde su entusiasmo y el trabajo de la organización me enseñó mucho más de lo que yo les pude haber dejado.

Han pasado muchos años de esa experiencia y no había vuelto a pensar en esos tres chicos hasta hace algunos meses que estaba sentada en una mesa de diez personas en un evento anual de beneficencia de mujeres influyentes en Hong Kong. Mientras degustaba uno y otro platillo de delicadezas locales fueron pasando al micrófono las tres organizaciones que recibirían parte de lo recaudado a contarnos de su trabajo social. Cuando presentaron a la directora general de Music for the Growing Mind, Melissa Niño, de inmediato me llamó la atención su apellido tan poco común. Cuando explicó la misión de la organización: promover y organizar una iniciativa en educación musical enfocándose en niños de condiciones social y económica difíciles, pensé: «Qué nombre más apropiado para su trabajo». Al terminar la comida la vi pasar cerca de mi mesa, como en el micrófono había distinguido un posible acento latino me atreví a decir en voz alta: «¿Hablas español?», al escucharlo ella volteó de inmediato y con una sonrisa en los ojos. Conversamos rápidamente, le dije que me gustaría entrevistarla para mi artículo mensual, me dio su tarjeta y quedé de escribirle para almorzar juntas.

Melissa me citó en un restaurante de dumpings de Wan-Chai. Mientras ordenábamos me dijo que es venezolana, hija única, y contó, sin una gota de dramatismo, que su padre había muerto cuando ella tenía apenas dos años. A partir de esto su madre salió de casa a buscar un trabajo y una guardería de horario extendido. «Yo por supuesto no me acuerdo, pero me imagino lo difícil que debió haber sido para mi mamá», dijo en tono empático. Supongo que su madre, más allá de la preocupación por resolver el día a día, debió saber que el futuro educativo de su hija no estaba asegurado.

En esos años el Sistema Nacional de Orquestas de Venezuela llevaba menos de una década de haberse creado. Aún no era lo que hoy es a nivel mundial. Maestros iban de escuela en escuela buscando niños con interés y talento musical, fue el maestro Emil Friedman quien tocó a la puerta de la guardería donde asistía Melissa. Para gran sorpresa de la madre y del profesor, la niña delató un sobresaliente oído musical. En vez de un instrumento sencillo como un huiro o un pandero, Melissa fue atraída por el violín. El maestro Friedman le dio uno de su tamaño y empezó a instruirla. Tres años después le ofreció una beca para cursar la primaria en su escuela privada con la condición de que continuara estudiando música. Eso era sencillo, porque para ella el violín no era un requisito sino su juguete más preciado. Ahí mismo cursó la secundaria. En el penúltimo año del bachillerato, Melissa consiguió una beca para un campamento de verano de música en Michigan, Estados Unidos. En ese primer viaje al extranjero cayó en la cuenta de la cantidad de chicos con tanto o más talento que ella. En vez de desanimarse, regresó a Caracas decidida a estudiar y mejorar. Volvió al mismo campamento el verano siguiente, y fue ahí cuando inició el proceso para conseguir la beca que la llevaría a la Universidad de Indiana. Más tarde saltó a la Universidad Estatal de Arizona y terminó con una maestría en la Universidad del Norte de Texas.

En ese entonces ya se habían desatado sus ganas por conocer el mundo. Terminando la maestría aplicó a la World Orchestra; al ser aceptada decidió instalarse en Madrid. Cuando no estaba viajando con la orquesta daba clases, conciertos y hasta colaboró con Nacho Cano en su musical. Un día le surgió la oportunidad de un trabajo en Singapur como instructora de violín y música de cámara. «No conocía Asia, así que me subí al tren como suelo hacer con los trenes que pasan por mi vida», dijo Melissa riendo entre un dumpling y otro.

La propuesta de venir a Hong Kong le llegó un par de años después, estando en Singapur y sin buscarla. Le ofrecieron retomar un proyecto local abandonado de apoyo a niños de escasos recursos a través de la música. Era una versión similar a la del Sistema de Orquestas venezolano. Se sintió indecisa. Dice que fue el oráculo en un templo de Kowloon quien determinó que su lugar estaba en Hong Kong; a mí me dio la impresión de que aquel trabajo era el que, sin sospecharlo, había estado buscando.

Al despedirnos después del almuerzo, me dijo: «Si quieres ven un domingo para que veas lo que hacemos». Asentí y semanas más tarde me encontraba saliendo de la estación de Tin Shui Wai a las diez de la mañana. Transbordé al tren ligero para llegar a Tin Lung Road y dirigirme hacia el este. El anuncio con la flecha que indicaba la dirección hacia el Centro de Servicio Social lo advertí inmediatamente, pero al dar la vuelta no lograba dar con el edificio. Fue el sonido de los instrumentos que salía por el segundo piso de una ventana el que me guió. Subí las escaleras de lo que parecía una escuela y junto a la recepción encontré un salón lleno de niños. Algunos traían violines, otros violas o chelos, los más pequeños xilófonos y tambores; un grupo de adolescentes les ayudaban a colocar los dedos en las cuerdas, a usar bien el arco, a tocar las notas correctas, a llevar el ritmo.

Melissa me vio llegar desde el otro lado del salón y saludó con la mano. Le respondí mientras me colocaba en un rincón desde donde la miré moverse, de un lado al otro, siempre sonriendo, mientras supervisaba, corregía, aprobaba, aplaudía. Minutos más tarde se puso al frente de la orquesta infantil, llamó la atención de todos y les explicó cómo tocarían en conjunto. Tras cada ensayo Melissa indicaba lo que podían hacer mejor, nunca en forma de reprimenda y siempre alentadora. La orquesta sonreía y lo volvía a intentar. El sonido que lograban era caótico, pero cada ensayo sonaba menos desordenado. Me encontré sonriendo yo también.

Lo espléndido de aquello no era la musicalidad, sino la satisfacción de los niños de tocar, de pertenecer. Entonces pensé en aquellos chicos del taller de papel reciclado, de quienes no supe más, y también en el trabajo del albergue en donde trabajaban. El gesto de triunfo al sacar una nota musical correcta es el mismo que cuando alguien hace una operación matemática sin errores. El sentimiento de orgullo es agradablemente peculiar cuando se hace en conjunto, en equipo. Los niños conversaban y reían después de ensayar con los instrumentos en las manos del mismo modo que aquellos muchachos después de que terminábamos un ejercicio de sumas y restas.

Observé el trabajo de Melissa, la seriedad que mostraba al dirigir la orquesta y cómo se desvanecía en cuanto terminaban de tocar, cuando una sonrisa alumbraba sus ojos mientras aplaudía, animaba, bromeaba. Se le advertía feliz. Me pregunté si ella se vería a sí misma en aquellos niños. Si ella se percibe también como aquel maestro que le dio un violín a los tres años. «Llegó mi momento de dar algo de lo que recibí», había dicho el día en que comimos juntas. Pero en realidad ella no tiene una deuda con nadie. En todo caso tiene una oportunidad que está tomando, como muchas otras, porque sabe que puede ser la persona con la capacidad de lograr una diferencia en una niña o un niño con un futuro educativo incierto. Sabe que el cambio no se logra de un día para el otro, ni de un año para el otro y que no cualquiera tiene la paciencia para ello. Sabe que cada una de las semillas que siembre darán tallos, hojas y quizá frutos. Es difícil cuantificar lo que su trabajo generará, pero estoy segura de que habrá cosechas.

Quizá el oráculo sabe la respuesta, quizá los palos de bambú vaticinen el futuro. No lo sé.

Pero aquella mañana, al verla dirigiendo a su orquesta, pude imaginar a uno de aquellos niños, veinte años después, sentado en un restaurante frente a un plato de dim sum, o quizá de arepas, o de tapas, o de curry, hablando con cariño de aquella maestra venezolana que cada domingo por la mañana llegaba de buen humor hasta Tin Shui Wai. Quizá relate alguna anécdota, describa el sonido caótico o la sonrisa de Melissa; y al final reconozca que fueron ese tiempo y dedicación los que le dieron el boleto para subirse a un tren que lo o la llevaría, como a su maestra, hacia una vida más plena y más feliz.Ø

Hong Kong, abril de 2017.

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