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Era lunes, temprano en la mañana, cuando la pantalla de mi teléfono se iluminó. Al acercarme vi que tenía un correo en el cual me cancelaban el almuerzo de ese día. «¿Tienes comida?», le pregunté a mi marido. «Sí», respondió. Me quedé mirando el celular y debajo, en mi agenda, leí un nombre que había apuntado la semana anterior: Osage Gallery. «¿Tú?», lo escuché preguntar de espaldas mientras elegía una corbata. «Mhhh. Sí, también», le respondí.

Me alisté, metí el libro que estaba leyendo al bolso y bajamos juntos a Causeway Bay. En el camino, confirmé en la página web de la galería que abrían a las 10:30. Aún era temprano. Nos despedimos e hice tiempo en un café. Saqué el teléfono para leer la reseña de la exposición: «W/M (An) Other Half, Being a Wife/Mother and the Practices of the Self no es una celebración o una queja contra el matrimonio o la maternidad, sino una introspección por seis artistas sobre sus papeles como esposas y madres». Dejé el celular en la mesa para sacar mi libro. A las 10:05 guardé mis cosas y pagué.

Más tarde, sentada en el segundo piso del autobús, mirando las calles rumbo a North Point, pensaba en cómo se traduciría «Practices of the Self». ¿Prácticas de sí misma o prácticas de la individualidad? También sobre la diferencia entre «other» y «another». Por más que busqué en mi cabeza no encontré dos palabras que las distinguieran en español. Saqué mi libro y me puse otra vez a leer.

Al bajarme del autobús caí en la cuenta de que jamás había paseado por ese barrio. Con el mapa en el celular y éste como brújula fui caminando hacia donde el satélite me indicaba que estaba la galería. No tenía prisa, fui tomando fotos de lo que me parecía interesante, como un grafiti en una pared. Llegué a la calle Hing Yip y me detuve frente al edificio en donde debía estar la galería. Un camión contenedor cargaba o descargaba cosas en su enorme garaje. Parecía un sitio industrial y no veía ninguna entrada peatonal. Me acerqué lentamente, mirando de un lado al otro, asomándome con la esperanza de encontrar un anuncio. El guardia me sonrió y le pregunté cautelosamente por la galería. Yo creía que me había equivocado, pero no, me mostró el camino hacia un pasillo y me hizo la seña del número cuatro.

El domingo anterior había sido el último día de Art Basel en Hong Kong. Días antes había caminado por sus laberínticos pasillos y, aunque me encantó ver tanto arte concentrado en un solo espacio, me abrumó el tamaño, la enorme cantidad de obras y mi falta de tiempo para poder verlas con calma. Más aún, después de haber ido me percaté que debí haber hecho una investigación previa porque me había perdido colecciones que más tarde, en los medios, supe de su existencia. La galería Osage tenía una de ellas y justo por eso, aquel lunes por la mañana me encontraba ahí.

El elevador era lento y oloroso. Cuando llegué al cuarto piso lo primero que vi fue el anuncio y la entrada de vidrio de la galería. Me registré, tomé el folleto informativo de la exposición y caminé a las salas mientras leía el inicio de la cita de André Gide: «No puedes crear algo sin estar solo». Párrafos más abajo como preámbulo a la exposición decía: «Ser madre/esposa implica no estar sola; su vida diaria en familia probablemente esté llena de felicidad y amargura. Afortunadamente o inevitablemente, la mente y el alma están saciadas por la dicha y el calor de la pareja/esposo/hijos. Mientras tanto, quizás ella de manera gradual ha olvidado cómo disfrutar del tiempo en soledad como una mujer soltera/sola».

Levanté la vista, era la única en la galería. Despacio, me acerqué a mirar las obras y a leer los títulos complementándolas. Me fui sintiendo identificada por cada una de ellas: el globo perdido en el cielo con la certeza de un niño llorando; la maleta con la disculpa del hijo porque su madre podría abandonar el hogar; la convicción de que mamá juega con los juguetes mientras nadie mira; los dibujos o canciones de un hijo o una hija convertidos en instalación de arte; la felicitación de cumpleaños con el anuncio de que mamá solo quiere que la dejen sola. De pronto, de algún lugar muy remoto me vino a la mente la voz de Axl Rose:

Do you need some time… on your own

Do you need some time… all alone

Everybody needs some time… on their own

Don’t you know you need some time… all alone.

Casualmente fue en la época de las canciones de Guns N’ Roses, Nirvana y Metallica en la que dejé de estar sola porque formé una pareja. Aun juntos, él y yo siempre habíamos buscado espacios por separado, pero al tener hijos eso cambió. Recuerdo que cuando mi hija y luego mi hijo todavía no entraban al kínder, las mañanas de los fines de semana me encerraba en el baño porque era el único lugar de la casa que implícitamente me otorgaba el permiso de no salir por más de un minuto. Aunque quizá lo más asfixiante era que, al convertirme en esposa/madre, parecía que se me había retirado la licencia para exigir tiempo para mí. En una sociedad donde maternidad es sinónimo de abnegación y sacrificio total, ¿qué margen hay para una mujer que busca disfrutar el tiempo con sus hijos y mantener una relación de pareja sin ofrecer su vida a cambio? ¿Lograría ser madre y esposa sin dejar de ser yo?

Recorrí las dos salas de la galería con la voz de un niño cantando Twinkle Twinkle Little Star de fondo; deambulando entre arte, pensamientos y recuerdos. Valoré la palabra crear mientras miraba el trabajo de las seis artistas. En esas salas se traducía en concebir, inventar, imaginar, producir. Consideré las muchas veces que, agobiada y exhausta, lo que necesitaba crear no era algo tan grande como una obra, sino concebir una reflexión, imaginar un plan, producir un juicio, o inventar una resolución para sentirme mejor. En esos días, meses, años donde mi tiempo lo ocupé con una hija, un hijo, un marido, en donde no encontraba espacio para siquiera cavilar en silencio, me era indispensable un espacio a solas para algo tan simple como liberar un enojo, una preocupación, una duda existencial. En un extremo de la galería miré las obras, para mí la necesidad de un tiempo a solas no es excluyente para crear algo tan hermoso como el arte; hacen falta momentos de «práctica conmigo misma» como simple receta de salud mental.

¿Cómo le habrá hecho una abuela con ocho hijos? ¿Otra abuela con un hijo, una hija y cinco nietos en casa? ¿Cómo le hizo mi madre sin el permiso implícito de su generación para exigir un tiempo para ella? ¿Cómo lograron mantener la cordura? O quizá sí la perdieron y ninguno a su alrededor nos dimos cuenta. No las culpo, al contrario, las entiendo. Muchas veces yo he tenido que lanzar una caña de pescar imaginaria al fondo del caos cotidiano para rescatar mi juicio. Aun así, la mayoría de las veces siento que el anzuelo regresa vacío.

Me senté a hojear uno de los libros de la biblioteca de la galería, alegrándome de no haberla visitado en Art Basel, donde jamás hubiera encontrado aquella paz. De salida miré unos lienzos recargados en la pared, no me había percatado de que eran una obra. Se llamaba algo así como «Lienzos preparados para trabajarlos cuando tenga un tiempo a solas». Me vino a la mente la pila de papeles sin archivar y el álbum de fotos que compré hace nueve años, cuando nació mi hija, el cual sigue vacío.

Salí de la galería con hambre. Me metí a un restaurante que jamás hubiera funcionado estando mi marido y mis hijos. Comí unos fideos y un té con leche leyendo mi libro. Tomé la ruta larga en el camión y llegué a casa a recibir a mi hija, más tarde a mi hijo y empezar con las pláticas, las risas, las quejas, las peleas, la música, los bailes, las ruedas de carro, las negaciones, las negociaciones. En la noche recibimos a su papá con besos, abrazos, historias, preguntas, excusas para no irse a dormir, peticiones para otro cuento o más minutos para leer. Después la cena y el recuento de un día de oficina, las noticias de México, de amigos o la familia, las anécdotas del día. Sentados a la mesa mi esposo me preguntó:

–¿Y qué tal tu día?

–Muy bien.

–¿Qué hiciste?

–Fui a una galería, vi un grafiti y comí fideos en una mesa compartida.

–¿De qué era el grafiti?

–De libertad.

–¿Con quién comiste?

–Conmigo.

–Que suerte, mi compañía favorita.

Sonreí sin responder. Quizá sí se pueda ser madre y esposa y seguir siendo una misma. Quizá el secreto esté en reconocer que es necesario tener «prácticas conmigo misma», en buscar esos espacios de individualidad.

–Sí –le dije–. Algunas veces, también es la mía. Ø

Hong Kong, abril de 2017.

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