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Hay pocos nombres propios tan unidos entre sí en la cultura popular mexicana como Maximiliano de Habsburgo y Austria. Hace cuatro años, cuando en tierras mexicanas mencioné que me mudaría a Viena, invariablemente –y a modo de broma– a mis interlocutores les aparecía en la mente el nombre de Maximiliano. De forma contraria, si uno menciona en México el nombre de Maximiliano –así sea para llamar al hijo del vecino–, aquel país europeo viene a la mente casi de manera involuntaria. Por eso, meses después, ya instalada en Viena, cuando una amiga austriaca se refirió a Maximiliano como «de México», casi escupo café de la sorpresa.
–¿Cómo que «de México»? Si era Habsburgo, nació en Austria –le dije.
–Ya sé, pero fue Emperador de México –respondió.
–Y justo por eso lo fusilaron –concluí un poco sorprendida por mi reacción inmediata de indignación y patriotismo, como arco reflejo, así como la incapacidad de mi amiga de ver lo ridículo que era nacionalizar mexicano a una persona que no quería dejar de ser austrohúngaro, sino expandir su imperio.
En la noche llegué a contarle a mi esposo de la conversación. Él comentó casi en tono resignado:
–Sí, ya he tenido esa discusión, no lo entienden.
Reconozco que, a pesar de haber sido el resultado de una intervención extranjera, no tengo un especial desagrado por la figura histórica de Maximiliano, me parece que fue una persona con muchas buenas intenciones, colocado en el lugar incorrecto y víctima de su linaje. Pero escuchar el término «Emperador de México», así haya sido en el pasado y de breve duración, me inquieta. Quizá por eso, a diferencia de muchos extranjeros, en mis dos años de estancia en Viena no visité los sitios relacionados con los Habsburgo. No tomé el tour de Sisi, ni entré al Palacio Imperial, como tampoco fui a ver el espectáculo de la escuela de equitación.
A pesar de esto Maximiliano y yo nos cruzamos en tres ocasiones. La primera fue recién mudados a Austria, durante el verano, cuando los niños todavía no comenzaban clases en su nueva escuela. Una tarde decidimos visitar el Palacio de Schönbrunn, hacía mucho calor y la caminata del metro a la entrada del palacio nos había dejado sudados y con sed por lo que decidimos comprar boletos para el trenecito que recorre los jardines. Mientras esperábamos a que llegara a la estación fuimos por agua y un pretzel. Minutos después vimos llegar al tren con emoción, nos subimos y ya sentados con la puerta cerrada nos percatamos de que no tenía aire acondicionado y las ventanas apenas se abrían unos centímetros. Aunque acalorados, durante el recorrido logramos descansar las piernas y del intenso sol. Cuando llegamos a la cima del jardín nos sentimos reanimados. En las magníficas pendientes de pasto nos sentamos a admirar la hermosa vista de la ciudad. Más tarde las bajamos corriendo, rodando, jugando y cantando hasta llegar a una fuente. Íbamos felices sin saber que al pie de la colina nos esperaba una explanada con piso de grava, en donde el calor se sentía intenso y mi hijo, en ese entonces de dos años y medio, se negó a seguir avanzando. Rodeamos el Palacio, hacia la salida, yo cargando al niño, y mi hija pidiendo agua. Cuando llegamos al otro lado, la niña señaló la entrada al Museo del Niño: «¡¿Vamos mami?!», preguntó con emoción jalándome del brazo. Aunque estaba lista para regresar a casa, la ilusión de un aire acondicionado y de que mi hijo hubiera encontrado un incentivo para volver a caminar me hicieron aceptar la propuesta.
En la entrada al museo leímos que la colección mostraba la forma en que vivían los niños de la familia real austrohúngara. Primero muestran los juguetes, muebles, vajillas, perfumes, fotografías, artículos de higiene de la familia y después te guían hacia las habitaciones. Las más bonitas fueron decoradas por un artista bohemio, Johann Wenzel Bergl, quien pintó en techos y paredes plantas, aves, frutas tropicales, mares y cielos azules. Me acerqué a leer las fichas de información y uno de estos cuartos había sido de Maximiliano. Mientras mis hijos señalaban a un pavorreal, yo me quedé pensando en lo que hubiera sido dormir ahí, mirando aquellos dibujos que incitaban sueños de tierras lejanas, cálidas y exóticas.
La segunda vez fue más de un año después. En nuestras segundas vacaciones de pascua manejamos a Ljubljana, la capital de Eslovenia, y desembocamos en la ciudad de Trieste en la costa noroeste de Italia. Nuestro objetivo era, además de comer buena pasta, visitar el Castillo de Miramar que mandó construir Maximiliano como su casa. El día que llegamos estaba gratamente nublado, la era temperatura fresca, pero no fría. Para entrar al castillo subimos por un empedrado y al rodearlo por una de sus terrazas la vista del Golfo de Trieste nos dejó sin habla. El agua se veía calmada y la línea entre ésta y el cielo era muy tenue, casi invisible. De inmediato recordé el mar retratado por Bergl en las habitaciones de Schönbrunn y me vino a la mente el Castillo de Chapultepec, el cual Maximiliano manda transformar en su residencia en México. Recordé haber leído que había comisionado a arquitectos europeos y mexicanos para que se pareciera al Castillo de Miramar y hasta manda traer a un botánico austriaco para que se encargue de diseñar el jardín. Mirando el Golfo de Trieste desde aquella terraza, pensé en el contraste con la vista del valle de México. Me pregunté si en mi país habría encontrado las plantas tropicales, frutas exóticas y pavorreales de sus sueños de niño, en su habitación bohemia.
La tercera ocasión que nos encontramos fue horas antes de irnos de Viena y mudarnos a Hong Kong. Ese último día decidimos pasearnos como turistas por el centro, los niños eligieron su lugar predilecto para comer Schnitzel y nos tomamos una foto frente a la catedral. Mientras caminábamos deliberando en dónde comeríamos el postre, nos encontramos de frente con la Cripta Imperial. «Dos años viviendo aquí y nunca la vi», le dije a mi esposo. Sugirió que entráramos, accedí, me pareció una manera apropiada de despedirme. La cripta es muy grande y pomposa. Las tumbas de todos los Habsburgo están acomodadas unas junto a la otras en distintas salas. Mi hija comenzó a calcular las edades de los muertos; mi hijo me abrazó la pierna, porque las esculturas de cráneos lo asustaban. Fuimos entrando a cada catacumba y en una de ellas vimos una pequeña bandera de México. Al acercarme, leí el nombre de Maximiliano, su sepultura era la única de esa habitación con flores y decoraciones frescas en la cripta. Entonces entendí por qué los austriacos lo llamaban «de México». Le dije adiós en silencio, porque su tierra me había parecido tan bella como a él la mía.
Esa noche despegamos de Europa y volamos sobre un cielo internacional hacia Asia, nuestro nuevo hogar. En el avión me pregunté qué vendría a la mente de los mexicanos al escuchar el nombre de Hong Kong: ¿Bruce Lee? Aquella reflexión quedó opacada al aterrizar por la vorágine emocional de reorganizar una vida en otro país y en otro continente, sin saber que más tarde volvería de manera inesperada.
Unos meses después de haber llegado a Hong Kong me inscribí a un seminario de arte contemporáneo asiático. Una mañana nos indicaron que la clase de ese día sobre el mercado de arte asiático se impartiría en las instalaciones de una famosa casa de subastas, el ponente era uno de los directores experto en el tema. La clase estaba siendo interesante e informativa, en especial porque yo no sabía nada a cerca de subastas, y casi termina sin ninguna eventualidad si no es porque el ponente hizo referencia a un cuadro con la figura del hermano menor de Franz Joseph, al cual llamó: Maximiliano de México. No recuerdo el nombre del cuadro, del pintor, o la imagen de la obra, pero no olvido la punzada en el estómago al escuchar aquel apelativo de boca de un inglés. Al final de la conferencia levanté la mano para hacer una pregunta, pero antes quise aclarar que Maximiliano no era de México, sino de Austria. El especialista sonrió y con su perfecto acento de alcurnia londinense me dijo que estaba totalmente equivocada, era de México porque había sido emperador de ese país. Traté de razonar con él en un tono amable sobre su lugar de nacimiento, hasta que la soberbia de las respuestas empezó a entrar en mi sistema nervioso. Entonces hice a un lado a Maximiliano y le pregunté sobre la reciente y polémica venta de vinos falsificados a cargo de aquella casa de subastas. Le gustó mi pregunta tanto como a mí su primera respuesta.
La clase terminó, yo seguía enojada por la actitud del seminarista y por haberme enojado. De pronto escuché a mis espaldas: «Por supuesto que Maximiliano no era de México». Al voltear dos compañeros hongkoneses me miraban con cara de indignación. «No puedo creer que te haya respondido así», dijo el segundo. De inmediato disminuyó mi irritación y sonreí, para asombro mío ellos continuaron criticando al ponente inglés con mayor ahínco que yo. Salimos juntos hablando de arte y vinos, nos despedimos al llegar a la parada de taxis, la cual era larguísima. Decidí tomar las escaleras eléctricas y buscar taxi en alguna de las calles menos transitada sobre la montaña, de camino me detuve en la tienda de productos internacionales para comprar salsa Valentina.
Al salir de la supermercado me topé con el nombre la calle: Pottinger. Continué caminando hacia las escaleras eléctricas y al ir subiendo por la montaña miré las calles de Hong Kong. Underdogs fue la palabra que me vino a la mente y no encontré el significado exacto en español. Mis compañeros locales empatizaron con mi indignación porque ellos, como nosotros, estuvieron bajo el régimen de una corona europea. Sir Henry Pottinger fue el primer gobernador de Hong Kong y, les guste o no a quienes viven aquí, una de las calles más caminadas sigue llevando su nombre y al final de su vida regresó a Inglaterra en una pieza. Por el contrario, en los muchos kilómetros que ocupa la Ciudad de México ninguna calle lleva el nombre de Maximiliano y el Habsburgo regresó a Austria con los pies por delante. Sentí una nueva complicidad y un crecido afecto por Hong Kong y su gente.
Esa noche los niños me pidieron Schnitzel para la cena y mientras lo comían recordamos su restaurante favorito en Viena. Mi hijo me pidió aguacate en su plato y pensé que con ese ingrediente el platillo austriaco aparecería en los menús mexicanos como milanesa. «Qué más da», me dije, «si a la carne empanizada la llamamos de uno u otro modo». Da igual también si a Maximiliano lo llaman de México o de Austria, para mí Viena siempre va a ser mucho más que los Habsburgo. Del mismo modo, la singularidad de las calles de Hong Kong la veré en su gente y no en sus nombres, y México es, después de todo, una república libre, independiente y democrática.Ø
Hong Kong, junio de 2018.
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